Santiago Rusiñol: Novela romántica (1894)
¡Ay! ¡Desgraciadamente no, Elvira! replicó con vehemencia Rodrigo clavando sus rasgados ojos más negros que el azabache en el rostro seductor de su prometida, sobran para mi devoradora inquietud. Ya no comprende vuestro corazón al mío, ya no encuentran nunca mis ojos vuestra mirada, ya me veis en horas de celos y desaliento, dudar de mi ventura, y no os dignáis afirmar la fe que vacila con una palabra de seguridad, ni disipar la tempestad de mi alma con una sonrisa de vuestros labios…
—Disimulad, Ayala, que os intenampa, dijo Elvira con resolución; pero ahora que me ofendéis, ya no debo escucharos por mi propia dignidad.
—Nadie la respeta cual yo, replicó tristemente Rodrigo; pero no es faltar a ella el datos que desde la hora fatal que os trajo a Burgos, comenzó a eclipsarse mi estrella, y que ya apenas si por intervalos me envía un trémulo y fugitivo destello, no de vuestro amor, Elvira, que no he sido tan feliz que lo posea, sino de vuestra antigua preferencia, que tanto me prometía y halagaba.
Encogióse de hombros con un gracioso movimiento de desdén la orgullosa dama, y nada contestó.
—Teresa Arroniz y Bosch: El testamento de Don Juan I (1855)